Realidad efectiva y corpus representativo

Realidad efectiva

y corpus representativo

 

Raúl Prada Alcoreza

 

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Deconstrucción, diseminación y resistencia

Habría que suspender todas las representaciones heredadas, todos los corpus representativos, los corpus narrativos, los corpus discursivos, los corpus teóricos; todos ellos han servido, hasta ahora, en la historia reciente, para obnubilar la mirada y nublar la comprensión. Las representaciones son obstáculos epistemológicos, ofuscando la vista, impiden la mirada y, por lo tanto, obstaculizando la comprensión, el entendimiento y el conocimiento. En consecuencia, se han convertido en un peligro para la sobrevivencia; una mala información, una desatinada y anacrónica comprensión termina impidiendo la adecuación al medio, al entorno, obstruyendo las equilibracciones, las acciones efectivas en el entorno y en la realidad efectiva.

¿Cuándo comenzó la crisis epistemológica? ¿Alrededor de principios del siglo XX, cuando se da el sisma de la física con la irrupción y la emergencia de la física relativista y la física cuántica? ¿O de manera muy notoria, patente y patética, con la destrucción civilizatoría, sin precedentes, de la primera y la segunda guerra mundial? ¿Crisis evidenciada por el despliegue de la nueva crítica, la crítica de la modernidad? Estamos hablando de varios comienzos, de varios hitos, que señalan la manifestación de la crisis en distintos planos de intensidad. Como ocurre siempre, a pesar de que se da lugar la ruptura epistemológica, las resistencias de la anterior episteme, de la anterior formación de procesos de conocimiento, se presentan tenazmente, arañando la tierra perdida, para permanecer, aunque sea como monumentos olvidados o fósiles representativos.

Lo cierto es que se ha llegado muy lejos, se ha dado lugar a la trivialización de la cultura, a la fragmentación de las grandes narrativas, a las diseminación de la confianza epistemológica, a la banalización ideológica, a la reducción miserable de las prácticas de las retóricas y de los discursos. Todo este promontorio de representaciones acumuladas, como sedimentos, amenaza a la sobrevivencia humana. Ya no es posible la comprensión adecuada del acontecimiento, no hay condiciones de posibilidad para la configuración y conformación del entendimiento, menos para la construcción de los corpus teóricos que ayudan al conocimiento. Se ha dado lugar al quiebre entre representación y referente de la representación, es decir, a la relación cognitiva entre representación y realidad. Mientras las realidad es dinámica e integral, además de ser compleja, las representaciones se han convertido en sombras, en desechos de representaciones, diseminadas en el tiempo. Sin embargo, las instituciones, el conocimiento institucionalizado, los lenguajes institucionalizados, la difusión ideológica de publicidades y de propaganda, usan estas sombras, estos desechos, estos fósiles, como si estuvieran vivos y fuesen vitales. En consecuencia, las sociedades y los pueblos, los agenciamientos del entendimiento y del conocimiento, es decir, de las prácticas discursivas y enunciativas, que suponen texturas de la visibilidad, no pueden interpretar lo que ocurre en el acontecimiento, en su vitalidad presente. Por eso es indispensable y urgente deshacerse de estas herencias representativas anacrónicas. Ya no pueden ser usadas para interpretar, ya no pueden ser usadas para describir los fenómenos de la realidad efectiva, ya no pueden estar presentes para producir efectos de adecuación y equilibración en los entornos. Ya no pueden ser usadas para actuar, para la acción, con las finalidades de transformar, puesto que son corpus representativos anacrónicos.

El concepto de representación supone una doble presencia, la primera, la que aparece ante la mirada y la percepción, la segunda cuando se repite esta presencia de manera imaginaria. En resumen, la representación es la duplicación de la presencia. No habría imágen de la presencia, que hace de referente sin la experiencia de la presencia. Esta presencia es retenida en la memoria. Cuando se habla de representación, en el sentido de lo que representa repecto a un referente, que es parte de la realidad, el concepto de representación adquiere otro sentido. Este sentido aparece en Arthur Schopenhauer cuando distingue el mundo de las representaciones del mundo efectivo. Sin embargo, la representación forma parte de la realidad, hasta el punto que podemos llegar a decir que no hay realidad sin representación. Esto no quiere decir que la representación es independiente de la realidad, de ninguna manera, la representación es un efecto de las dinámicas de la realidad, un efecto experimentado por el ser humano.

Pero no hay una sola forma de representación, se dan fenomenologías de la representación, vale decir que la fenomenología ocasiona o produce todo un arqueología de representaciones. Para comenzar podríamos decir que hay representaciones descriptivas, las que repiten el referente tal como se lo ve, tal como se lo percibe, de manera inmediata. Hay representaciones que interpretan lo que se experimenta, le atribuyen un sentido a la experiencia. Estas representaciones se desenvuelven en lo que conocemos como narrativa. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que la misma imagen adyacente del referente, de manera inmediata e inocente, es ya una interpretación. La imagen no es, de manera inmediata, una copia de la realidad, puesto que la realidad, sinónimo de complejidad, es, por así decirlo, inimaginable. Se puede considerar a la imagen como un recorte inmediato de la realidad, a partir de la experiencia, de la percepción de la mirada. Empero, ayuda decir que la representación descriptiva pretende ser copia de la realidad y que la representación interpretativa pretende revelar el sentido de la realidad. Sabemos que la representación no es una copia, no puede ser un calco, no puede ser un mapa borgiano, que abarque al planeta mismo, en todos los detalles. Es imposible. La representación forma parte de la fenomenología de la percepción. El cuerpo interpreta a través de las sensaciones, de su experiencia del entorno y de lo que va a venir hacer el mundo. George Bataille decía que el mundo lo es, es decir, es mundo, para la vida de Humana. Sin embargo, no podemos obviar que todo ser orgánico es memoria sensible, que todo ser orgánico percibe. Que tenga mundo no depende de lo que entendemos por mundo. El mundo tal como lo entiende Georges Bataille y como lo entendía Arthur Schopenhauer es el mundo para el humano.

Ahora bien el flujo de la representaciones no es independiente, no fluye por sí solo, requiere de un cuerpo que experimente y exteriorice las representaciones; en realidad no es un cuerpo solitario y aislado, sino se trata de cuerpos asociados, de cuerpos entrelazados e imbricado en relaciones sociales y en estructuras sociales. En definitiva hablamos de instituciones, este es el soporte de las representaciones; incluso pueden darse representaciones opuestas, interpelantes de esta relación de representaciones institucionales, sobre todo cuando las representaciones buscan efectuar la crítica, desplegar el desenvolvimiento de la crítica respecto de las instituciones.

La deconstrucción de las representaciones implica también la diseminación de las instituciones. Liberarse de corpus representativos anacrónicos, que se han convertido en obstáculos epistemológicos y también en obstáculos para la acción, implica también liberarse de las estructuras institucionales, que, de la misma manera, han quedado anacrónicas. En ambos casos las instituciones se aferran al suelo donde han sido edificadas, asimismo las representaciones o los corpus de representaciones se aferran en las mentes, que las reproducen. Liberarse de los corpus representativos anacrónicos implica toda una pedagogía política, también todo una psicología social, puesto que se trata de desmontar mentes, acostumbradas al uso de los corpus representativos, dicho en otras palabras, acostumbradas al uso ideológico, al uso de los prejuicios como si fuesen certezas.

Como hemos dicho antes, uno de estos corpus representativos se basa en un esquematismo fundamental, este es el esquematismo dualista de amigo y enemigo, que supone el esquematismos religioso de fiel e infiel, también supone el esquematismo moral de bien y mal. Este esquematismo dualista funciona estigmatizando al enemigo, a lo que estuvimos llamado la invención del enemigo, que corresponde a la invención misma de la política, si tomamos en cuenta el punto de vista de Carl Schmitt, aunque, casi del mismo modo, desde la perspectiva de Vladimir Lenin. El enemigo es al que hay que atacar, a quien hay que atacar; el que y el quien plantean una diferencia importante. El que reduce al enemigo a un objeto, a una cosa, que hay que destruir. El quien todavía habla del enemigo desde una perspectiva subjetiva, lo reconoce como sujeto, pero es un enemigo; el enemigo por sí mismo ya está descalificado por ser enemigo, aunque sea sujeto y sujeto de derechos. Cuando este quien deriva en lo mismo, en la destrucción del enemigo, en el aniquilamiento del enemigo, cuando este quien se convierte en un endemoniado, juega un papel importante la memoria religiosa en el discurso político.

El esquematismo dualista justifica el ataque al enemigo, incluso puede llegar a justificar el aniquilamiento del enemigo, cuando lo endemoniza. Hemos dicho que esta destrucción del enemigo se da cuando el enemigo se convierte en cosa, es cosificado, entonces una cosa, un objeto, se puede destruir; hemos dicho que esto ha ocurrido cuando se dio lugar la esclavización generalizada. Pero también ha ocurrido con la colonización del continente de Abya Yala, cuando el nativo es sospechoso de pertenecer a una pre-humanidad o sub-humanidad.

A propósito, el debate entre Bartolomé de las Casas y Juan Guinness de Sepúlveda es ilustrativo. La primera conclusión de Sepúlveda es que las guerras que se han hecho, por parte de los españoles, contra los indios, fueron justas. Correspondientes a la causa y a la autoridad. Se trata de una guerra que hay que hacer, como pbligación. En este sendido, la otra conclusión es que los indios están obligados a someterse para ser regidos por los españoles, debido a que son menos entendidos a los más prudentes; si no quisieran, los españoles les pueden hacerles la guerra. El obispo de la ciudad real de Chiapas Fray Bartolomé de las casas dice que en las escrituras profanas y sagradas se hallan tres especies de bárbaros; la primera es la de gentes que tengan alguna extrañeza en sus opiniones o costumbres, pero a las que no falten civilidad ni prudencia para regir; la segunda especie de bárbaros es la que corresponde a la gente que no tiene las lenguas aptas, para que se puedan explicar por caracteres y letras, como en algún tiempo lo eran los ingleses, tal como lo dice el venerable. El bárbaro no sabía cómo proferír la lengua de Bretaña, corriendo ya de un lado a otro, angustiado ante las alabanzas de Dios, en lengua hebrea, al resonar de las palabras. Por esto se les puede hacer guerra. En el tercer libro de la política se dice que, en el caso de algunos bárbaros, hay reinos verdaderos y naturales reyes y señores que ejercen la gobernación. La tercer especie de bárbaros son los que por sus perversas costumbres, rudeza de ingenio y brutal inclinación, son como fieras silvestres, que viven por los campos, sin ciudades, ni casas, sin policía y sin leyes, sin ritos ni tratados que sean usados por el derecho de gentes o pueblos, sino que andan palante, es decir, errantes, como se dice en latín, que quiere decir robando y haciendo fuerza, como hicieran, al principio, los gordos, los alanos y, ahora, dice que son en Asia los árabes y los que en África nosotros mismos llamamos alárabes. De esto se podría entender lo que dice Aristóteles, que es lícito hacerles guerra, defendiéndonos de ellos, que nos hacen daño, procurando reducirles a la civilidad humana. Por ventura, lo digo por algunas gentes que eran en la conquista de Alejandro. En esta ocasión el señor obispo contó largamente la historia de los indios mostrando, que aunque tengan algunas costumbres de gente no tan política, no son, en este grado, bárbaros, antes son gente gregaria y civil, que tienen pueblos grandes, casas, leyes, artistas, señores y gobernación; castigan no sólo los pecados contranatura, más aún que otros naturales, con penas de muerte. Tienen bastante civilidad para que por esta razón de barbaridad no se les puede hacer guerra.

Como se podrá ver, la cuestión es que la guerra sea justa. Sepúlveda busca justificar la conquista, la guerra desatada por los conquistadores contra la sociedades nativas. En tanto que Bartolomé de las Casas dice que esa no es una guerra justa, que no hay que hacer la guerra a estas sociedades nativas, precisamente por mostrar gregarismo, por construir ciudades grandes y por estar gobernados. Aunque Bartolomé de las Casas los sigue considerando, de todas formas y de alguna manera, bárbaros, a los que de todas maneras hay que civilizar, hay que evangelizarlos, aplicando el mejor método, que es el pacífico de la evangelización.

Es ilustrativa esta discusión del siglo XVI, pues tiene que ver con las consecuencias de la conquista y la colonización, con el etnocidio y el genocidio desatados por los españoles. El problema para Sepúlveda es si es justo hacer esto; como se ha podido ver, se trata de una guerra justa. Se observa en la enunciación y argumentación de Sepúlveda una concepción prejuiciosa del otro y de la alteridad, se reduce a los nativos a la condición de bárbaros hostiles a la civilización y a la religión. En tanto que los argumentos de Bartolomé de las Casas se expresan bondadosamente, dando lugar al señalamiento de la inocencia de los nativos del continente conquistado. En todo caso, ambos contrincantes en el debate disminuyen la condición de los nativos a la de bárbaros, solo que uno los considera hostiles, el otro los considera inocentes, suceptibles de evangelización.

Los corpus de representaciones europeos son estrechos ante el acontecimiento de otro mundo, al que conquistan y colonizan. No pueden conprenderlo, menos entenderlo, prefieren reducirlo a la estrechez de sus propios prejuicios. El llamar bárbaros a los nativos del continente de Abya Yala repite el mismo concepto de los griegos respecto a los pueblos que no hablaban griego, la misma concepción imperial romana respecto a las sociedades que asediaban las fronteras del imperio. Después de un milenio de la caída del imperio romano de occidente, repetir el mismo criterio, que es prejuicio cristalizado, es anacronismo. Sus corpus teóricos anclados en las rocas de una memoria religiosa los arrastró a la destrucción de sociedades, pueblos, culturas y civilización diferentes. Destruyeron lo que no conocían, lo que no podían decodificar. Lo hicieron sin saber que los bárbaros eran ellos mismos, los conquistadores.

Tuvieron que pasar dos siglos para que se dé el acontecimiento de la ilustración y del iluminismo, para que se dé lugar la emergencia, el desenvolvimiento y el despliegue de los corpus representativos de la modernidad, propiamente dicha. Tuvieron que pasar tres siglos para que se desarrolle la antropología, la sociología y las ciencias sociales, que, a través de investigaciones y las búsquedas del ser humano en el triángulo del saber, que define Michel Foucault en Las palabras y las cosas, no encuentren al hombre, sino múltiples perfiles del humano. No encuentran a la verdad de la sociedad, sino plurales sociedades, donde se realizan las manifestaciones de una gama policromática de ámbitos de relaciones sociales, que realizan distintos modos de la cohesión social. No encuentran al sujeto, sino a la escisión del sujeto, entre la conciencia y el inconciente. Es cuando el corpus representativo de la modernidad dimensiona la barbaridad ocasionada por la conquista y la colonización europeas.

Para que se tome conciencia histórica de lo acontecido, dando lugar a rupturas epistemológicas. La deconstrucción de los corpus de representación religiosos y heredados de la oscurantismo vino de la crítica, del uso crítico de la razón. En plena modernidad tardía, desde la plena decadencia de la civilización moderna, se requiere de una nueva deconstrucción de los cuerpos representativos acumulados y de la diseminación institucional. Se requiere no solamente de ruptura epistemológica sino de una ruptura civilizatoria.

Los corpus de representaciones son sostenidos por plataformas institucionales, ambas, corpus de representaciones y plataformas institucionales, constituyen la composición de agenciamientos concretos de poder. Las composiciones institucionales suponen perfiles definidos por reglas, también por transgresión de las reglas, en la medida que las instituciones padecen sus propias oposiciones, en la medida que se dan reformas y recomposiciones. En el largo plazo este ciclo se agota y las instituciones resultan anacrónicas. Es más, las instituciones resultan obstáculos para las prácticas sociales y las acciones políticas, se convierten en el asidero de las distorsiones culturales. Cuando ocurre esto inciden en las prácticas sociales, de tal modo que las deforman y distorsión, no logrando los objetivos y las finalidades implícitas, que se proponen las instituciones, ya sea de manera constitucional o ya sea de manera estructural, suponiendo estrategias implícitas. Es cuando las sociedades institucionalizadas pierden el camino, cuando los países pierden el rumbo, cuando marchan compulsivamente al abismo.

Se puede decir, simplificando, que hay dos formas de anacronismo institucional; la primera ocurre cuando las instituciones se encuentran en su propia tradición, la repiten indefinidamente; la segunda ocurre cuando se da lugar a la descomposición institucioal, cuando ya no pueden repreducirse, salvo cuando se da lugar su desvencijamiento. Hay que anotar aquí que esta descomposición institucional se resiste a la transformación estructural de las instituciones, en el mejor caso, a la invención de otras instituciones, más adecuadas a las condiciones de posibilidad novedosas de las dinámicas de la realidad efectiva. En consecuencia, no sólo el encaracolamiento institucional, en las tradiciones, da lugar a la resistencias, al cambio, sino, como se puede ver, esta descomposición institucional forma parte de una resistencia institucional a su transformación, esta vez por el lado de la corrupción institucional.

Desde esta perspectiva puede intentarse la explicación del discurso sinuoso de la historia singular de los Estados, de los países y de las sociedades, que padecen como una condena su propio circulo vicioso del poder. La explicación puede encontrarse en estas descomposiciones institucionales y en estos enquistamientos institucionales en la tradición. En consecuencia, de manera concreta, se trata de la participación de perfiles perversos, apoltronados en la administración de estas instituciones. Lo más grave se da, por sus alcances y envergadura, cuando ocurre esto en el Estado, la macro institución administrativa de lo público. Las impostura sustituyen a la eficiencia. La política se embarca en un torbellino de demagogias y de ilusiones, relativas a promesas incumplibles. La atmósfera social está saturada por ilusiones desatadas por las concurrencias de dominación y el ejercicio de las estructuras de poder. Las complicidades, las concomitancias están dadas, no sólo entre los grupos de poder, sino, lo más grave, entre el Estado y el pueblo, entre la administración pública en descomposición y la sociedad. Es cuando la sociedades y los pueblos están atrapados en el imaginario delirante, anacrónico e inadecuado de los corpus de representaciones incongruentes.

Hay que hacer una notación sobre la tradición y la cultura. Peter Sloterdijk concibe la traducción como costumbre y la cultura como cúmulo de tradiciones, es decir, como conglomerado de costumbres[1]. La costumbre viene a ser un procedimiento, inclusive un método para lograr la continuidad de lo mismo, de lo heredado, de lo que se viene llamar tradición. Los ritos, los mitos, las prácticas repetitivas, las codificaciones patriarcales, hacen a la tradición, a este procedimiento de la continuidad. De alguna manera hay como una intuición de la posibilidad de la desviación, del error, del desplazamiento, de la aparición de la anomalía, que rompería con la continuidad. La tradición defiende la continuidad, contra la posibilidad de la discontinuidad, que desde la perspectiva cultural vendría ser una perversión.

Recordando a Jacques Monod, cuando en Azar y necesidad establecía que el cambio viene precisamente de la conservación, que en la repetición se encuentra la imperceptible diferencia y, al final, la imperceptible diferencia se hace perceptible, se hace diferencia notoria. Algo parecido sucede con la tradición y la cultura, que se establecen, se conforman y consolidan con el objeto de la continuidad. Se dan lugar desplazamientos, que pueden considerarse imperceptibles, precisamente cuando se busca la conservación de la tradición. En algún momento aparece la ruptura, el cambio, la irrupción de la diferencia, lo que llama la tradición perversión o anomalía. Aparece el cambio, la interpelación de la tradición, la interpretación de la cultura, podríamos decir, de la contra cultura, la interpelación de la religión, la emergencia y la irrupción hereje. Peter Sloterdijk dice que esto ha acontecido en distintas culturas y en diferentes religiones. Respecto a la religión hebrea dice que Jesús y el cristianismo primitivo son esa herejía, por lo tanto, el cambio, la irradiación de lo distinto. Esta herejía es un anuncio, una anticipación de lo que va a ser la modernidad. La modernidad convierte en regla la discontinuidad, la ruptura con la tradición, la suspensión de la cultura, lo que llamaba Nietzsche la transvalorización de los valores.

Se caracteriza la modernidad, como lo hace William Shakespeare, en La tempestad, de una manera vertiginoso, con la figura del cambio y de transformación; estas figuras fáusticas adquieren connotación en el imaginario social, sobre todo en el imaginario literario. Se dice que la modernidad acaece cuando todos los sólido se desvanece en el aire. Ahora se trata del cambio constante, de la revolución permanente, de la transformación imparable. El método y el procedimiento son distintos precisamente para mantener, en este caso, la continuidad del cambio, que adquiere distintos nombres, el más conocido y simple, incluso trivial, es el concepto economicista de desarrollo. Hay otros más imaginativos, como el relativo a la transformación revolucionaria, en la cual las vanguardias adquieren prestigio romántico, desde las vanguardias artísticas hasta las vanguardias políticas. Al contrario de lo que era antes, la tradición es mal vista como un obstáculo como una atadura, como un anclaje inaudito en el pasado. Lo que vale ahora no es el pasado, sino el futuro, todo marcha hacia el futuro de una manera acelerada.

Pregunta: ¿Es la continuidad del cambio, de la transformación constantemente, indefinida, abierta a una permanente apertura hacia adelante? La modernidad se ha topado con sus propios límites, sus propios problemas, límites que no puede traspasar y problemas que no puede resolver. Los límites son ecológicos, el planeta esférico no es infinito, los recursos naturales no son renovables, se agotan, se puede decir que son escasos, ante la demanda abrumadora de la vertiginosidad del desarrollo capitalista. Los problemas son abundantes y perturbadores, la concentración de la riqueza contrasta con la expansión de la miseria. El motor del desarrollo capitalista requiere de explotación, tanto humana como natural. La expansión capitalista ha requerido de la inauguración de la globalización o mundialización mediante la conquista interminable y la colonización reiterada, además de la esclavización generalizada.

La racionalidad instrumental ha derivado en la irracionalidad social económica política y cultural. La competencia y la concurrencia entre burguesías ha llevado a una lucha encarnizada entre ellas, por la preminencia de la jerarquía. El libre mercado, la empresa libre y la competencia han llevado, paradójicamente, al monopolio. Una integración perversa entre el Estado y el capital financiero ha derivado en el imperialismo, en la geopolítica de la dominación del espacio mundial. Este desborde de la competencia y concurrencia ha desencadenado sangrientas guerras mundiales y el holocausto. Del genocidio y el etnocidio, de la colonización y la esclavización generalizada, se pasó a las guerras devastadoras, que arrasaban ciudades, sociedades y pueblos, incluso se llegó al colmo de la guerra del exterminio, la aniquilación de poblaciones. En pocas palabras, se puede caracterizar este desemboque, este desenlace de la modernidad, como el absurdo de la racionalidad extrema, la patente locura y de la modernidad desbocada.

Por eso, ante semejante panorama demoledor, que cada vez se parece mas un apocalipsis, Walter Benjamín demandó parar la locomotora desbocada. Invertir el sentido moderno de revolución y otorgarle el sentido de suspensión de la historia misma. La demanda desesperada radica en detener la marcha monstruosa y despavorida de la racionalidad instrumental, tal como han caracterizado Theodor Adorno y Max Horkheimer a la modernidad.

Se esperaría que suceda algo parecido a lo que ocurrió con la continuidad de la tradición, aparezcan desplazamientos imperceptibles y que después los desplazamientos se hagan notorios. Sin embargo, en el caso de la continuidad del cambio, no aparecen esos desplazamientos, que, en este caso, tendría que ser simétricamente diferentes, es decir, que aparezcan detenimientos, ralentizaciones, al cambio vertiginoso imparable. Al contrario, se nota la compulsiva inclinación por la vertiginosidad de la transformación constante. Todo parece imparable, marchando de manera desbocada al abismo.

Los informes científicos sobre la crisis ecológica, el activismo ecológico en defensa del planeta y de la vida, las puntuales acciones contra la contaminación, la depredación y la destrucción de los ecosistemas, no son suficientes, no se han convertido en algo parecido a desplazamientos históricos, sociales, económicos, políticos y culturales hasta el punto que empiecen a curvar esta ruta al apocalipsis. Lo que prepondera y parece indetenible es el abundante, proliferante e incontenible despliegue vertiginoso del cambio desbocado. A tal punto que ha llegado a convertir al mundo en un sistema mundo cultural de la trivialidad espectacular y de la banalidad de sentido. Un mundo de la destrucción planetaria, para producir el desarrollo demoledor de la de la secuencia de revoluciones científicas tecnológicas y cibernéticas. Un mundo abatido por el estallido proliferante de guerras, cada vez más devastadoras. Un mundo sin horizontes. Los horizontes han desaparecido, sólo se vive un presente intenso y despavorido, enloquecido en la experiencia abrumadora del cambio.

La pregunta es: ¿Por qué no sucede algo parecido al desplazamiento de la continuidad de la tradición, desplazamiento convertido en cambio imperceptible y después en cambio notorio? ¿ Es que la vertiginosidad desbocada de la modernidad, el desarrollo incontrolable del capitalismo, ya es indetenible? ¿Es que la realidad efectiva se ha reducido a la realidad inventada por los corpus de representación vigentes, convertidos en un espectáculo permanente y estridente, de apología de la decadencia? ¿Es que se ha perdido toda capacidad de crítica, que la luminosidad artificial de la modernidad, de la compulsión de la valorización abstracta, han terminado de producir un nuevo oscurantismo, esta vez absoluto? Sabemos que la realidad efectiva,  sinónimo de complejidad, de una complejidad integral, que contiene dinámicas entrelazadas, que desbordan todo corpus representativo de la realidad misma, es la alteridad absoluta de las representaciones. ¿Es que acaso no se encuentra en esta realidad compleja la capacidad de resistencias, que puedan convertirse en desplazamientos sustantivos, que logren parar la locomotora desbocada? Puede ser, pero, por de pronto, parece encontrarse inhibida e inmanente esta capacidad en la vida misma, en la potencia creativa de la vida. No se visualiza esta capacidad en las sociedades humanas por de pronto.

La banalidad de la ideología de la supremacía

Vamos a usar el término supremacía de manera amplia, refiriéndonos a la pretensión en varios sentidos y connotaciones, de supremacía religiosa, de supremacía ideológica, de supremacía cultural, de supremacía civilizatoria y de supremacía racial. Sobre el supuesto de esta pretensión de supremacía se ha basado la justificación de la guerra del exterminio, de la exclusión, del predominio político económico y social. En la historia moderna la matriz de esta pretensión de supremacía se conforma, se establece, configura, durante la conquista y la colonización del continente de Abya Yala y la esclavización generalizada del África subsahariana. A partir de esta matriz se van a desprender otras pretensiones de supremacía, por ejemplo, la supremacía racial, que va a suponer una supremacía civilizatoria y cultural.

La pretensión de supremacía de la que hablamos supone una falsa certeza, que se basa en la creencia delirante de superioridad, que no es otra cosa que el encubrimiento de una profunda vulnerabilidad y una debilidad ineludible, es decir, hablamos de un complejo de inferioridad soterrado. No reconocer al otro como igual, disminuirlo, volverlo inhumano, estigmatizarlo, incluso endemonizarlo, no es otra cosa que hacer lo mismo con uno mismo. Si inhumanizas al otro resulta que este acto corresponde a la manifestación de la propia inhumanidad. La violencia es eso, también una violencia contra sí mismo. Volverse monstruo.

La superioridad, la pretensión de superioridad, no es otra cosa que manifestar la miseria humana, propia miseria humana. No hay más que miseria humana en el aniquilamiento del otro. Todo esto forma parte de la cosificación generalizada. El supuestamente superior se ha convertido en una cosa, en un instrumento de exterminio, en un goce inmediato del objeto de satisfacción, que no es otra cosa que el deseo incumplido, incumplible, la compulsión por la muerte.

Todo este drama de la condición humana, hecha imposible, se oculta con el discurso del progreso, del desarrollo de la elemental ideología economicista. La ideología burguesa, apología del capitalismo, no es otra cosa que el canto a la destrucción del planeta. Es el delirio apológico del apocalipsis al que se le llama a desarrollo.

La pretensión de supremacía no es otra cosa que la ignorancia de sí mismo, el desconocimiento de sí mismo, la invención de un ego exaltado, que levita en el vacío. Es parte de la decadencia civilizatoria, el anuncio de los sepultureros de la sociedad, de los asesinos del porvenir, aunque gocen, en su inmediatez absurda, de los abalorios del consumo, de la artificialidad del espectáculo estridente, del lujo sin sentido.

La pretensión de supremacía es pues una banalidad, forma parte de las trivialidades del sistema mundo cultural moderno, del vacío del sistema mundo capitalista. La pretensión de superioridad es una muestra grotesca del hombre sin atributos, del hombre embelecido por el espectáculo estridente de las pantallas. Es la ausencia de toda capacidad creactiva, la repetición de lo mismo, del mismo sinsentido, en una busqueda condenada al fracaso, en el laberinto sin salida de la civilización moderna.

Democracia plena

Resulta algo raro hablar de democracia plena, sin embargo estamos obligados a hacerlo, después del balance de la historia de la democracia moderna, en la temporalidad reciente de las estructuras de larga, mediana y corta duración. Obviamente, estamos hablando de la democracia en la historia política de la modernidad; no nos referimos, salvo como referencia y antecedente etimológico a la democracia griega, particularmente a la democracia ateniense, cuyo núcleo de realización es la asamblea. La democracia, en la modernidad, tiene que ver con las luchas sociales, mejor dicho, con la lucha de clases, es una conquista del proletariado. La historia de la democracia moderna no comienza con la revolución francesa, con la revuelta, la rebelión, la insurrección, de los sans-culottes del pueblo parisino. Podemos decir que comienza antes, las rebeliones comunnitarias anteceden, forman parte de una tradición, que articula las resistencias locales, las íntegra y las proyecta de manera radiante. En ese pasado las mujeres encarnaban simbólicamente el entramado comunitario. La luchas sociales se desataron en defensa de lo bienes comunes, contra su privatización y expropiación.

De la revolución francesa a la comuna de París, la forma democrática adquiere el esplendor de la decisión colectiva, del consenso social y del autogobierno. Sin embargo, esta democracia va a ser usurpada mediante procedimientos jurídicos-políticos institucionales, mediante hipóstasis de dispositivos de poder, discursos ideológicos, que van a presentar la restricción de la democracia como si fuera el ejercicio de la “democracia”. Estamos hablando entonces de los límites y la restricción de la democracia formal respecto a la democracia efectiva, ejercida por el pueblo insurrecto.

Ante la expropiación liberal de la democracia, cuyo núcleo jurídico político e institucional  es el Estado de derecho, cuya máquina operativa en la enunciación ideológica es la libertad de empresa, el libre mercado, cuando la libertad es restringida y circunscrita en el marco estrecho de la libertad económica de la burguesía, es menester y urgente recuperar no solamente el sentido etimológico y político de la democracia, como acontecimiento inaugural, como libertad plena, como ejercicio y construcción de la decisión política. Por eso nos vemos obligados a hablar de democracia plena frente a la simulación democrática liberal, pero también frente a las demogogia de los pretendidos progresismo de la forma de gubernamentalidad clientelar neopopulista.

Entonces la democracia plena es el acto y el gesto, además de la enunciado político libertario, de la recuperación del sujeto social de la democracia, que es la comunidad, el entramado comunitario y las mónadas singulares de las voluntades concretas e individuales, que ejercen de manera inmediata la construcción y realización plena de la libertad. Este es el sentido de la revolución libertaria, este es el sentido de la acontecimiento ácrata, este es el sentido de la intuición subversiva, que es la predisposición corporal reflexiva, crítica e interpeladora del anarquismo.

Estamos hablamos de democracia plena, en el sentido del ejercicio pleno de la comunidad, de los grupos y de los individuos, sobretodo de las mujeres, que se han convertido en el objeto y la materia del poder de la genealogía de las civilizaciones, de la genealogía de las dominaciones. Por eso la revolución de las mujeres, enunciado iluminador de la  interpelación y la convocatoria kurda, en la proyección del confederalismo democrático. Por eso la revolución descolonizadora anticapitalista y antimoderna del contrapoder, del proyecto inmanente y trascendente de los caracoles zapatistas.

Podemos decir que el substrato del enunciado de la democracia plena o de la recuperación del sentido inaugural de la democracia es integral, está compuesto por la complementariedad de las equivalencias, de los autorreconocimientos, de las autoconciencia, del saber y la acción dinámicos integrados en el intelecto general y el hermenéutica colectiva.

No hay pues superioridad – el prejuicio – posible, que es la ofuscación racial ideológica de la más pobre ideología de la casta dominante, más trivial y banal de la sociedad moderna en decadencia. La pretensión de supremacía es la derrota misma de la humanidad, corresponde a la muerte de la democracia, pero también a la muerte de la cultura, como hermenéutica dinámica de las sociedades, es la irradiación estridente y espectacular simulación, además de comediante del hombre sin atributos y sin horizontes. Se trata del discurso más pobre y elemental de la dominación paranoica.

La democracia plena como apertura de horizontes nómadas, inventados, imaginados y realizados por la potencia social. Se trata de la activación de la potencia creativa de la vida, así como de la reinserción de las sociedades humanas a su Oikos, a los ciclos planetarios y a la integralidad del universo compuesto en distintos niveles, planos y espesores de intensidad.

Notas

[1] Peter Sloterdijk: Los hijos terribles de la edad moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad. Siruela. Biblioteca de Ensayo 84. Madrid 2015.

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